Ivette Sosa
Hace dos años, hubiera dado la razón al Papa Francisco cuando conmina a médicos y expertos en la salud a no ceder ante el suicidio asistido o eutanasia… ¡ni siquiera cuando la enfermedad es irreversible!
El Sumo Pontífice habla de que los galenos deben tener siempre presente la vida y la dignidad de la persona, sin ceder a poner fin a la existencia.
Añade Francisco -con quien coincido en muchas de sus posturas y admiro la apertura que ha dado a la Iglesia Católica, empezando por no solapar lobos pedófilos escondidos bajo una sótana-, añade que si bien existen casos clínicos problemáticos, la vida es sagrada y que ésta pertenece a Dios.
Por ende -subraya- es inviolable y no se puede disponer de ella.
EN LA ANTESALA DE LA MUERTE
No coincidimos con el Papa Francisco, porque no es un asunto de fe, sino de ciencia y de dignidad humana.
Y no hay dignidad humana, cuando las enfermedades devoran los cuerpos de pacientes terminales, o cuando surgen imprevistas situaciones de salud que te hacen estar en la antesala de la muerte.
¡No hay dignidad humana!, cuando tienes que vivir conectado a un respirador artificial o un dispositivo de asistencia ventricular.
La eutanasia, por cuestiones religiosas y morales, sigue siendo un tema tabú en países como el nuestro donde, cuando políticamente conviene, se saca a la palestra, pero después se regresa al mismo cajón del olvido.
Ahora que el Papa Francisco ha puesto nuevamente en el ojo público internacional el tema de la eutanasia o el suicidio asistido, sería interesante discutir y analizar -con bases médicas y científicas y no dogmáticas-, el proceso de adelantar la muerte de una persona que tiene una enfermedad incurable para evitar que sufra.